Retomo las entradas en el
blog, hablando de uno de mis libros preferidos El nombre de la rosa, cuyo autor Umberto Eco ha fallecido a
principios de este año.
Recupero los fragmentos
del libro donde aparecen algunas de las plantas medicinales usadas en esta
abadía del siglo XIV, y que ilustra magníficamente la medicina y botica de la
época medieval.
En los monasterios del
siglo XIV se encontraba la ciencia más avanzada, con las traducciones e
ilustraciones de los libros de los clásicos como Aristóteles, Hipócrates,
Dioscórides, Galeno y otros muchos realizadas en el scriptorium, conformando así, las excelentes bibliotecas sobre
plantas medicinales y textos médicos (además de otras muchas materias) de los
monasterios.
Además, en los monasterios
se preparaba una zona del huerto* donde
se cultivaban las plantas medicinales más habituales y poseían una habitación
donde se secaban y guardaban esta plantas, llamada pocionario. Esta habitación solía estar llena de alambiques, morteros, balanzas, instrumentos
de vidrio y loza, frascos, jarros y vasijas con diferentes preparaciones,
pócimas y compuestos que previamente el monje herbolario (boticario) había elaborado
a partir de la extracción de los simples (plantas medicinales).
Luego, los monjes
herbolarios redactan los ‘hortulis’, ‘horti’ y ‘hortus sanitatis’ para enseñar
a otros monjes la elección, el cultivo y la recolección de plantas medicinales.
(Foto: Daniela Schabenstiel)
En El nombre de la rosa, el monje herbolario es Severino da Sant’Ernmerano,
que además, estaba a cargo del huerto, de los baños y del hospital de la abadía
donde se centra la aventura del monje franciscano Fray Guillermo de Baskerville
y de su discípulo, el novicio Adso de Melk.
* “(…) Después del portalón (que era el único paso en
toda la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia
abacial. A la izquierda de la avenida se extendía una amplia zona de huertos y,
como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios -los
baños, y el hospital y herboristería- dispuestos según la curva de la muralla.”
Seguidamente os muestro
los capítulos donde aparece el monje herbolario hablando con Guillermo sobre
algunos tipos de plantas medicinales.
“Primer día
HACIA NONA
Donde Guillermo tiene un diálogo muy erudito con
Severino el herbolario.
(…) En verano o en primavera, con la variedad de
sus hierbas, adornadas cada una con sus flores... Pero incluso en esta estación
el ojo del herbolario ve a través de las ramas secas las plantas que crecerán
más tarde, y puedo decirte que este huerto es más rico que cualquier herbario,
y más multicolor, por bellísimas que sean las miniaturas que este último
contenga. Además, también en invierno crecen hierbas buenas, y en el laboratorio
tengo otras que he recogido y guardado en frascos.
Así, con las raíces
de la acederilla se curan los catarros, y son una decocción de raíces de malvavisco se hacen compresas
para las enfermedades de la piel, con el lampazo
se cicatrizan los eczemas,
triturando y macerando el rizoma de la bistorta se curan las diarreas y algunas enfermedades
de las mujeres, la pimienta es un
buen digestivo, la fárfara es buena
para la tos, y tenemos buena genciana
para la digestión, y orozuz, y enebro
para preparar buenas infusiones, y saúco
con cuya corteza se prepara una decocción para el hígado, y saponaria, cuyas raíces se maceran en
agua fría y son buenas para el catarro, y valeriana,
cuyas virtudes sin duda conocéis."
MAITINES
Donde pocas horas de mística felicidad son
interrumpidas por un hecho sumamente sangriento.
-¿Tienes venenos en el laboratorio? -preguntó
Guillermo, mientras nos encaminábamos hacia el hospital.
-También los tengo. Pero depende de lo que
entiendas por veneno. Hay sustancias que en pequeñas dosis son saludables, y
que en dosis excesivas provocan la muerte. Como todo buen herbolario,
las
poseo y las uso con discreción. En mi huerto cultivo, por ejemplo, la valeriana. Pocas gotas en una infusión
de otras hierbas sirven para calmar al corazón que late desordenadamente. Una
dosis exagerada provoca entumecimiento y puede matar.
(…) El cuerpo de Venancio, lavado en los baños,
había sido transportado allí y yacía sobre la gran mesa del laboratorio de
Severino: los alambiques y otros instrumentos de vidrio y loza me hicieron
pensar (aunque sólo tuviese una idea indirecta del mismo) en el laboratorio de
un alquimista. En una larga estantería fijada a la pared externa se veía un
nutrido conjunto de frascos, jarros y vasijas con sustancias de diferentes
colores.
-Una hermosa colección de simples -dijo Guillermo-.
¿Todos proceden de vuestro jardín?
-No -dijo Severino-. Muchas sustancias, raras y que
no crecen en estas zonas, han ido llegando a lo largo de los años, traídas por
monjes de todas partes del mundo. Tengo cosas preciosas y rarísimas, junto con
otras sustancias que pueden obtenerse fácilmente en la vegetación de este
sitio. Mira…alghalingho pesto,
procede de Catay, me la dio un sabio árabe. Aloe sucotrino, procede de las Indias, óptimo cicatrizante. Ariento vivo, resucita a los muertos,
mejor dicho, despierta a los que han perdido el sentido. Arsénico: peligrosísimo, un veneno mortal para el que lo ingiere. Borraja, planta buena para los pulmones
enfermos. Betónica, buena para las
fracturas de la cabeza. Almáciga,
detiene los flujos pulmonares y los catarros molestos. Mirra…
-¿La de los magos? –pregunté.
-La de los magos, pero aquí sirve para evitar los
abortos, y procede de un árbol llamado Balsamodendron myrra. Esta otra es mumia, rarísima, producto de la
descomposición de los cadáveres momificados, y sirve para preparar muchos
medicamentos casi milagrosos. Mandrágora
officinalis, buena para el sueño...
-Y para despertar el deseo de la carne -comentó mi
maestro.
-Eso dicen, pero aquí no se la usa de esa manera,
como podéis imaginar - sonrió Severino-. Mirad esta otra -dijo cogiendo un
frasco-, tucia, milagrosa para los
ojos.
-¿Y ésta qué es? -preguntó con mucho interés
Guillermo tocando una piedra apoyada en un estante.
-¿Esta?
Me la regalaron hace tiempo. La llaman lopris
amatiti o lapis ematitis. Parece poseer diversas virtudes terapéuticas,
pero aún no las he descubierto. ¿La conocéis?
-Sí -dijo Guillermo-. Pero no como medicina.
Extrajo del sayo un cuchillito y lo acercó lentamente a la piedra. Cuando el
cuchillito, que su mano desplazaba con mucha delicadeza, estuvo muy cerca de la
piedra, vi que la hoja hacía un movimiento brusco, como si Guillermo hubiese
perdido el pulso, cosa que no era posible, porque lo tenía muy firme. Y la hoja
se adhirió a la piedra con un ruidito metálico.
-¿Ves? -me dijo Guillermo-. Atrae el hierro.
-¿Y para qué sirve?
-Para varias cosas que ya te explicaré. Ahora
quisiera saber, Severino, si aquí hay algo capaz de matar a un hombre.
Severino reflexionó un momento, demasiado largo
diría yo, dada la nitidez de su respuesta:
-Muchas cosas. Ya te he dicho que el límite entre
el veneno y la medicina es bastante tenue, los griegos usaban la misma palabra,
pharmacon, para referirse a los dos.”
En este siguiente capítulo capítulo se habla sobre un frasco que contiene la sustancia que creen que usaron para impregnar las hojas del libro y envenenar a todo aquel que pase sus hojas con el dedo humedecido en saliva.
Umberto Eco escribió a un amigo biólogo para que le dijese un fármaco con capacidad para absorberse por la piel al tocarlo, al decirle que no conocía ninguno, decide que el pigmento negro en los dedos y ápices de lenguas de los muertos es la sustancia viscosa y amarillenta robada en el hospital de la abadía:
"Cuarto día
LAUDES
Donde Guillermo y Severino examinan el cadáver de
Berengario y descubren que tiene negra la lengua, cosa rara en un ahogado.
Después hablan de venenos muy dañinos
y de un robo ocurrido hace años
-El universo de los venenos es tan variado como
variados son los misterios de la naturaleza -dijo. Señaló una serie de vasos y
frascos que ya habíamos tenido ocasión de admirar, dispuestos en orden, junto a
una cantidad de libros, en los anaqueles que estaban adosados a las paredes-.
Como ya te he dicho, con muchas de estas hierbas, debidamente preparadas y
dosificadas, podrían hacerse bebidas y ungüentos mortales. Ahí tienes: datura stramonium,
belladona, cicuta… pueden provocar somnolencia,
excitación, o ambas cosas. Administradas con cautela son excelentes
medicamentos, pero en dosis excesivas provocan la muerte.
-¡Pero ninguna de esas sustancias dejaría signos en
los dedos!
-Creo que ninguna. Además hay sustancias que sólo
son peligrosas cuando se las ingiere, y otras que, por el contrario, actúan a
través de la piel. El eléboro blanco
puede provocar vómitos a la persona que lo coge para arrancarlo de la tierra.
La ditaína y el fresnillo, cuando
están en flor, embriagan a los jardineros que los tocan, como si éstos hubiesen
bebido vino. El eléboro negro
provoca diarreas con sólo tocarlo. Otras plantas producen palpitaciones en el
corazón, otras en la cabeza. Hay otras que dejan sin voz.
(…) -Sabes mucho de venenos -observó Guillermo con
un tono que parecía de admiración.
Severino lo miró fijo, y sostuvo su mirada durante
unos instantes:
-Sé lo que debe saber un médico, un herbolario, una
persona que cultiva las ciencias de la salud humana.
(…) Reconozco que tampoco yo lograba imaginarme a
Venancio o Berengario dispuestos a comerse o beberse una sustancia misteriosa
que alguien les hubiera ofrecido. Pero la rareza de la situación no parecía
preocupar a Guillermo.
-En eso ya pensaremos más tarde -dijo-. Ahora
quisiera que tratases de recordar algún hecho que quizás aún no has traído a tu
memoria, no sé, que alguien te haya hecho preguntas sobre tus hierbas, que alguien tenga fácil acceso
al hospital…
-Un momento. Hace mucho tiempo, hablo de años, lo
guardaba en uno de estos estantes una sustancia muy poderosa, que me había dado
un hermano al regresar de un viaje por países remotos. No supo decirme cuáles
eran sus componentes. Sin duda, estaba hecha con hierbas, no todas conocidas.
Tenía un aspecto viscoso y amarillento, pero el monje me aconsejó que no la
tocara, porque hubiese bastado un leve contacto con mis labios para que me
matara en muy poco tiempo. Me dijo que, ingerida incluso en dosis mínimas,
provocaba al cabo de media hora una sensación de gran abatimiento, después una
lenta parálisis de todos los miembros, y por último la muerte. Me la regaló
porque no quería llevarla consigo. La conservé durante mucho tiempo, con la
intención de someterla a algún tipo de examen. Pero cierto día hubo una gran
tempestad en la meseta. Uno de mis ayudantes, un novicio, había dejado abierta
la puerta del hospital, y la borrasca sembró el desorden en el cuarto donde
ahora estamos. Frascos quebrados, líquidos derramados por el suelo, hierbas y
polvos dispersos. Tardé un día en reordenar mis cosas, y sólo me hice ayudar
para barrer los potes y las hierbas irrecuperables. Cuando acabé, vi que
faltaba justo el frasco en cuestión. Primero me preocupé, pero después me
convencí de que se había roto y se había mezclado con el resto de los
desperdicios. Hice lavar bien el suelo del
hospital, y los estantes…”
(FUENTES: Eco U. El nombre de la rosa. Barcelona: Editorial Lumen; 1985, Eco U. Apostillas a El nombre de la rosa. Barcelona: Editorial Lumen; 1985, Lizarraga, Rafael de Boticas monásticas benedictinas. 1963)