martes, 20 de septiembre de 2016

Plantas medicinales conventuales del libro 'El nombre de la rosa'

Retomo las entradas en el blog, hablando de uno de mis libros preferidos El nombre de la rosa, cuyo autor Umberto Eco ha fallecido a principios de este año.
Recupero los fragmentos del libro donde aparecen algunas de las plantas medicinales usadas en esta abadía del siglo XIV, y que ilustra magníficamente la medicina y botica de la época medieval.

En los monasterios del siglo XIV se encontraba la ciencia más avanzada, con las traducciones e ilustraciones de los libros de los clásicos como Aristóteles, Hipócrates, Dioscórides, Galeno y otros muchos realizadas en el scriptorium, conformando así, las excelentes bibliotecas sobre plantas medicinales y textos médicos (además de otras muchas materias) de los monasterios.

Además, en los monasterios se preparaba una zona del huerto* donde se cultivaban las plantas medicinales más habituales y poseían una habitación donde se secaban y guardaban esta plantas, llamada pocionario. Esta habitación solía estar llena de  alambiques, morteros, balanzas, instrumentos de vidrio y loza, frascos, jarros y vasijas con diferentes preparaciones, pócimas y compuestos que previamente el monje herbolario (boticario) había elaborado a partir de la extracción de los simples (plantas medicinales).
Luego, los monjes herbolarios redactan los ‘hortulis’, ‘horti’ y ‘hortus sanitatis’ para enseñar a otros monjes la elección, el cultivo y la recolección de plantas medicinales.

(Foto: Daniela Schabenstiel)

En El nombre de la rosa, el monje herbolario es Severino da Sant’Ernmerano, que además, estaba a cargo del huerto, de los baños y del hospital de la abadía donde se centra la aventura del monje franciscano Fray Guillermo de Baskerville y de su discípulo, el novicio Adso de Melk.




* “(…) Después del portalón (que era el único paso en toda la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia abacial. A la izquierda de la avenida se extendía una amplia zona de huertos y, como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios -los baños, y el hospital y herboristería- dispuestos según la curva de la muralla.

Seguidamente os muestro los capítulos donde aparece el monje herbolario hablando con Guillermo sobre algunos tipos de plantas medicinales.

En este capítulo Guillermo de Baskerville y Adso de Melk conocen a Severino, el monje herbolario:

Primer día

HACIA NONA

Donde Guillermo tiene un diálogo muy erudito con Severino el herbolario.

(…) En verano o en primavera, con la variedad de sus hierbas, adornadas cada una con sus flores... Pero incluso en esta estación el ojo del herbolario ve a través de las ramas secas las plantas que crecerán más tarde, y puedo decirte que este huerto es más rico que cualquier herbario, y más multicolor, por bellísimas que sean las miniaturas que este último contenga. Además, también en invierno crecen hierbas buenas, y en el laboratorio tengo otras que he recogido y guardado en frascos.

Así, con las raíces de la acederilla se curan los catarros, y son una decocción de raíces de malvavisco se hacen compresas para las enfermedades de la piel, con el lampazo se cicatrizan los eczemas,
triturando y macerando el rizoma de la bistorta se curan las diarreas y algunas enfermedades de las mujeres, la pimienta es un buen digestivo, la fárfara es buena para la tos, y tenemos buena genciana para la digestión, y orozuz, y enebro para preparar buenas infusiones, y saúco con cuya corteza se prepara una decocción para el hígado, y saponaria, cuyas raíces se maceran en agua fría y son buenas para el catarro, y valeriana, cuyas virtudes sin duda conocéis."

En este segundo capítulo Guillermo y Severino hablan sobre los venenos y conocemos más sobre el laboratorio:

"Segundo día

MAITINES

Donde pocas horas de mística felicidad son interrumpidas por un hecho sumamente sangriento.

-¿Tienes venenos en el laboratorio? -preguntó Guillermo, mientras nos encaminábamos hacia el hospital.
-También los tengo. Pero depende de lo que entiendas por veneno. Hay sustancias que en pequeñas dosis son saludables, y que en dosis excesivas provocan la muerte. Como todo buen herbolario, las poseo y las uso con discreción. En mi huerto cultivo, por ejemplo, la valeriana. Pocas gotas en una infusión de otras hierbas sirven para calmar al corazón que late desordenadamente. Una dosis exagerada provoca entumecimiento y puede matar.

(…) El cuerpo de Venancio, lavado en los baños, había sido transportado allí y yacía sobre la gran mesa del laboratorio de Severino: los alambiques y otros instrumentos de vidrio y loza me hicieron pensar (aunque sólo tuviese una idea indirecta del mismo) en el laboratorio de un alquimista. En una larga estantería fijada a la pared externa se veía un nutrido conjunto de frascos, jarros y vasijas con sustancias de diferentes colores.

-Una hermosa colección de simples -dijo Guillermo-. ¿Todos proceden de vuestro jardín?

-No -dijo Severino-. Muchas sustancias, raras y que no crecen en estas zonas, han ido llegando a lo largo de los años, traídas por monjes de todas partes del mundo. Tengo cosas preciosas y rarísimas, junto con otras sustancias que pueden obtenerse fácilmente en la vegetación de este sitio. Mira…alghalingho pesto, procede de Catay, me la dio un sabio árabe. Aloe sucotrino, procede de las Indias, óptimo cicatrizante. Ariento vivo, resucita a los muertos, mejor dicho, despierta a los que han perdido el sentido. Arsénico: peligrosísimo, un veneno mortal para el que lo ingiere. Borraja, planta buena para los pulmones enfermos. Betónica, buena para las fracturas de la cabeza. Almáciga, detiene los flujos pulmonares y los catarros molestos. Mirra

-¿La de los magos? –pregunté.

-La de los magos, pero aquí sirve para evitar los abortos, y procede de un árbol llamado Balsamodendron myrra. Esta otra es mumia, rarísima, producto de la descomposición de los cadáveres momificados, y sirve para preparar muchos medicamentos casi milagrosos. Mandrágora officinalis, buena para el sueño...

-Y para despertar el deseo de la carne -comentó mi maestro.

-Eso dicen, pero aquí no se la usa de esa manera, como podéis imaginar - sonrió Severino-. Mirad esta otra -dijo cogiendo un frasco-, tucia, milagrosa para los ojos.

-¿Y ésta qué es? -preguntó con mucho interés Guillermo tocando una piedra apoyada en un estante.

-¿Esta? Me la regalaron hace tiempo. La llaman lopris amatiti o lapis ematitis. Parece poseer diversas virtudes terapéuticas, pero aún no las he descubierto. ¿La conocéis?

-Sí -dijo Guillermo-. Pero no como medicina. Extrajo del sayo un cuchillito y lo acercó lentamente a la piedra. Cuando el cuchillito, que su mano desplazaba con mucha delicadeza, estuvo muy cerca de la piedra, vi que la hoja hacía un movimiento brusco, como si Guillermo hubiese perdido el pulso, cosa que no era posible, porque lo tenía muy firme. Y la hoja se adhirió a la piedra con un ruidito metálico.

-¿Ves? -me dijo Guillermo-. Atrae el hierro.

-¿Y para qué sirve?

-Para varias cosas que ya te explicaré. Ahora quisiera saber, Severino, si aquí hay algo capaz de matar a un hombre.

Severino reflexionó un momento, demasiado largo diría yo, dada la nitidez de su respuesta:

-Muchas cosas. Ya te he dicho que el límite entre el veneno y la medicina es bastante tenue, los griegos usaban la misma palabra, pharmacon, para referirse a los dos.

En este siguiente capítulo capítulo se habla sobre un frasco que contiene la sustancia que creen que usaron para impregnar las hojas del libro y envenenar a todo aquel que pase sus hojas con el dedo humedecido en saliva.

Umberto Eco escribió a un amigo biólogo para que le dijese un fármaco con capacidad para absorberse por la piel al tocarlo, al decirle que no conocía ninguno, decide que el pigmento negro en los dedos y ápices de lenguas de los muertos es la sustancia viscosa y amarillenta robada en el hospital de la abadía:

"Cuarto día

LAUDES

Donde Guillermo y Severino examinan el cadáver de Berengario y descubren que tiene negra la lengua, cosa rara en un ahogado. Después hablan de venenos muy dañinos
 y de un robo ocurrido hace años

-El universo de los venenos es tan variado como variados son los misterios de la naturaleza -dijo. Señaló una serie de vasos y frascos que ya habíamos tenido ocasión de admirar, dispuestos en orden, junto a una cantidad de libros, en los anaqueles que estaban adosados a las paredes-. Como ya te he dicho, con muchas de estas hierbas, debidamente preparadas y dosificadas, podrían hacerse bebidas y ungüentos mortales. Ahí tienes: datura stramonium,
belladona, cicuta… pueden provocar somnolencia, excitación, o ambas cosas. Administradas con cautela son excelentes medicamentos, pero en dosis excesivas provocan la muerte.

-¡Pero ninguna de esas sustancias dejaría signos en los dedos!

-Creo que ninguna. Además hay sustancias que sólo son peligrosas cuando se las ingiere, y otras que, por el contrario, actúan a través de la piel. El eléboro blanco puede provocar vómitos a la persona que lo coge para arrancarlo de la tierra. La ditaína y el fresnillo, cuando están en flor, embriagan a los jardineros que los tocan, como si éstos hubiesen bebido vino. El eléboro negro provoca diarreas con sólo tocarlo. Otras plantas producen palpitaciones en el corazón, otras en la cabeza. Hay otras que dejan sin voz.

(…) -Sabes mucho de venenos -observó Guillermo con un tono que parecía de admiración.

Severino lo miró fijo, y sostuvo su mirada durante unos instantes:
-Sé lo que debe saber un médico, un herbolario, una persona que cultiva las ciencias de la salud humana.

(…) Reconozco que tampoco yo lograba imaginarme a Venancio o Berengario dispuestos a comerse o beberse una sustancia misteriosa que alguien les hubiera ofrecido. Pero la rareza de la situación no parecía preocupar a Guillermo.

-En eso ya pensaremos más tarde -dijo-. Ahora quisiera que tratases de recordar algún hecho que quizás aún no has traído a tu memoria, no sé, que alguien te haya hecho preguntas sobre tus hierbas, que alguien tenga fácil acceso al hospital…

-Un momento. Hace mucho tiempo, hablo de años, lo guardaba en uno de estos estantes una sustancia muy poderosa, que me había dado un hermano al regresar de un viaje por países remotos. No supo decirme cuáles eran sus componentes. Sin duda, estaba hecha con hierbas, no todas conocidas. Tenía un aspecto viscoso y amarillento, pero el monje me aconsejó que no la tocara, porque hubiese bastado un leve contacto con mis labios para que me matara en muy poco tiempo. Me dijo que, ingerida incluso en dosis mínimas, provocaba al cabo de media hora una sensación de gran abatimiento, después una lenta parálisis de todos los miembros, y por último la muerte. Me la regaló porque no quería llevarla consigo. La conservé durante mucho tiempo, con la intención de someterla a algún tipo de examen. Pero cierto día hubo una gran tempestad en la meseta. Uno de mis ayudantes, un novicio, había dejado abierta la puerta del hospital, y la borrasca sembró el desorden en el cuarto donde ahora estamos. Frascos quebrados, líquidos derramados por el suelo, hierbas y polvos dispersos. Tardé un día en reordenar mis cosas, y sólo me hice ayudar para barrer los potes y las hierbas irrecuperables. Cuando acabé, vi que faltaba justo el frasco en cuestión. Primero me preocupé, pero después me convencí de que se había roto y se había mezclado con el resto de los desperdicios. Hice lavar bien el suelo del hospital, y los estantes…

(FUENTES: Eco U. El nombre de la rosa. Barcelona: Editorial Lumen; 1985, Eco U. Apostillas a El nombre de la rosa. Barcelona: Editorial Lumen; 1985, Lizarraga, Rafael de Boticas monásticas benedictinas. 1963)